

Por Francisco Luciano
Sentado en su vieja silla de guano, tejida con la paciencia de manos campesinas, don Apolinar Merete observaba el ir y venir de las gentes por la calle principal del pueblo. Su modesta casa, ubicada en la orilla del camino que conectaba el corazón del pueblo con el mercado municipal, era como un palco privilegiado para presenciar la vida cotidiana. Desde allí, nada escapaba a sus ojos cansados pero agudos, ni a su mente, que, como buen pensionado del ejército, había aprendido a leer entre líneas y a desconfiar de las apariencias.
Don Apolinar, con sus muchas canas y un rostro curtido por los años, conocía al dedillo los dichos populares: al cojo lo conocía sentado, al ciego durmiendo y al gago cantando. Esa mañana, sin embargo, algo en el ambiente le parecía distinto. El flujo de compradores rumbo al mercado era más lento de lo habitual, como si una sombra de resignación pesara sobre los pasos de los vecinos. A primera hora habían pasado varios contingentes policiales, con sus uniformes impecables y sus rostros serios, seguidos por camiones del Plan Social cargados de cajas que, según rumores, contenían más promesas que soluciones. Más tarde, una caravana de vehículos negros, con sirenas estridentes y vidrios tintados, irrumpió en la calma del pueblo, dejando una estela de polvo y curiosidad.
Mientras don Apolinar ajustaba su sombrero de paja para protegerse del sol, apareció por la esquina don Felipe Vilorio, un viejo amigo cuya fama de estar bien informado lo precedía como un título nobiliario en el pueblo. Vilorio, con su andar pausado y su eterna sonrisa pícara, se acercó y saludó con un apretón de manos que destilaba camaradería
.—¡Buenos días, Merete! —Dijo Vilorio, apoyándose en el murete de la casa—. ¿Qué tal la vista desde tu trono de guano?
—Como siempre, Felipe —respondió don Apolinar con cortesía, aunque sus ojos no abandonaban la calle—. Pero hoy hay algo raro. Pocos compradores para el mercado, muchos policías y camiones del gobierno. Y esa caravana… ¿Qué meneo es ese?
Vilorio se rió con un brillo de complicidad en los ojos. —Estás más atento que un perro de caza, viejo. Hoy viene el mismísimo presidente, Luis Abinader, a reunirse con los mercaderes. Dice que quiere “escuchar las necesidades del mercado” y traer soluciones.
Don Apolinar alzó las cejas, emitió un bostezo exagerado y se recostó en su silla, dejando que el silencio hablara por él. Vilorio, intrigado por la falta de entusiasmo, insistió:
—¿Qué pasa, Merete? ¿No te emociona que el presidente venga con sus buenas intenciones a resolver los problemas del mercado?
Merete cruzó los brazos y, con una calma que escondía años de decepciones, respondió:
—Mire, Vilorio, ese hombre vino dos veces cuando era candidato. Hizo un mitin en la plaza del mercado, con megáfono y todo, prometiendo arreglar el drenaje de los mataderos, que se inundan cada vez que llueve; poner alumbrado eléctrico para que los vendedores no trabajen a oscuras; y limpiar el vertedero, que ya parece una montaña de basura. Hasta habló de préstamos a bajas tasas para los vendedores de mesas, para que no se comieran vivos con los usureros. Ya de presidente, hace dos años, vino con cámaras y dio un palazo para anunciar que los fondos para esas obras estaban listos. Y ahora, ¿qué? ¿Viene a hacer otro “levantamiento”? ¿A escuchar lo mismo que ya sabe?
Vilorio, rascándose la barbilla, soltó una risita que era mitad sorpresa, mitad admiración.—Caramba, Merete. Cualquiera que te ve con esa carita de pendejo, tus canitas de viejo y tu boca cerrada, no se imagina lo observador que eres.
Don Apolinar sonrió de medio lado, con esa mezcla de picardía y resignación que solo los años pueden forjar.
—Es que no hay nada más efectivo que una boca cerrada y una cara de pendejo bien administrada, Felipe. Desde aquí se ve todo: las promesas que llegan en caravana y se van en el viento.
La conversación se interrumpió cuando un nuevo alboroto anunció la llegada del presidente. La calle se llenó de curiosos, algunos con pancartas improvisadas, otros con la esperanza gastada de quien ya no espera nada. Abinader, impecable en su camisa blanca y con una sonrisa ensayada, bajó de su vehículo rodeado de guardaespaldas y asesores. Los flashes de las cámaras lo seguían como moscas, mientras él saludaba a los mercaderes y escuchaba, con gesto grave, las quejas de siempre: el drenaje que colapsa, la luz que falta, la basura que se acumula, los precios de la canasta familiar que asfixian a los compradores.
Don Apolinar, desde su silla, observaba la escena como quien ve una obra de teatro repetida. Recordó las promesas de campaña de Abinader, cuando, desde la oposición, tenía soluciones para todo: frenar el endeudamiento público, detener la migración ilegal, reducir la delincuencia, ordenar el caos del transporte, mejorar los servicios de salud, bajar los precios de la canasta familiar en un 30%. Cada palabra había sido un anzuelo para los votos, y los votantes, hambrientos de cambio, habían mordido. Pero ahora, años después, el endeudamiento seguía creciendo, las calles estaban más inseguras, el transporte era un desastre, los hospitales seguían en crisis y los precios de los alimentos apretaban el cuello de los más pobres.
Mientras el presidente se despedía, prometiendo una vez más “estudiar las soluciones” y “trabajar sin descanso por el pueblo”, don Apolinar se levantó de su silla y entró a su casa.
Vilorio, que aún lo seguía con la mirada, lo llamó:—¿Y eso, Merete? ¿No vas a quedarte a ver el final del espectáculo?
—No hace falta —respondió don Apolinar sin voltear—. Ya sé cómo termina.
El autor es docente universitario y dirigente político.
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