

Por Milton Olivo*
Desde las ruinas de lo que una vez fue París, un niño encontraba pedazos de palabras enterradas en el polvo. Fragmentos de un mundo que ya no entendía: “democracia”, “progreso”, “libertad”. Eran reliquias de una civilización que, como muchas antes, había confundido la paz con la obediencia y el conocimiento con la programación.
La Tercera Guerra Mundial no estalló como las anteriores, con misiles al amanecer, y discursos grandilocuentes en cadenas internacionales. Fue silenciosa, quirúrgica, invisible. Y, quizás por eso, fue la más efectiva de todas.
La Primera Guerra Mundial (1914–1918) fue una danza de acero, pólvora y trincheras. Allí nacieron las armas químicas: el gas mostaza, el cloro; y el rugido de las ametralladoras barrió generaciones enteras. El hombre cavó en la tierra su tumba, y desde ahí disparó al cielo sin entender por qué. La tecnología sirvió al sacrificio ciego de millones.
La Segunda Guerra Mundial (1939–1945) fue más precisa, más industrial. Alemania, Japón, Italia contra el mundo. Se usaron bombarderos estratégicos, tanques como bestias mecánicas, submarinos como lobos submarinos, y al final… las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. La humanidad tocó el borde del abismo con una sonrisa tecnológica. No aprendió nada.
La Tercera Guerra fue diferente. Fue el duelo entre los dos últimos imperios de la historia humana: Occidente, liderado por la OTAN (EE.UU. y Europa y sus satélites), contra el bloque Euroasiático, reunido en la alianza BRICHS (Brasil, Rusia, India, China, Irán, Corea del Norte, Sudáfrica y otros).
Todo comenzó como una nueva Guerra Fría. Cadenas de sanciones, sabotajes cibernéticos, guerras por proxy en Europa, África, el Ártico, y el espacio cercano a la Tierra. Luego, una carrera armamentista: no ya por armas nucleares, sino por inteligencias artificiales autónomas, enjambres de drones, satélites láser, neuroarmas y armas climáticas.
Occidente tenía el control de la narrativa global, pero el Este tenía paciencia milenaria. Mientras los primeros cultivaban la obediencia por medios digitales y farmacológicos, los segundos pulían sus estrategias en silencio. Y entonces, el mundo estalló.
Primero fueron las ciudades flotantes hackeadas y estrelladas. Luego, los océanos contaminados deliberadamente. La OTAN respondió activando el Escudo de Dios: una red de satélites que podía calentar zonas del planeta hasta niveles inhabitable. BRICHS respondió con el “Ojo del Dragón”: una inteligencia cuántica que controlaba enjambres de nanodrones capaces de desactivar cualquier sistema electrónico.
Las armas de la Tercera Guerra no mataban con pólvora. Borraban memorias. Controlaban cerebros. Saboteaban cadenas alimenticias genéticamente diseñadas. Fueron años de oscuridad informativa, donde nadie sabía quién había ganado una batalla… o si en realidad había habido una.
En el norte de Canadá, millones murieron por un invierno artificial. En el Golfo Pérsico, se desató la primera tormenta creada por resonancia atmosférica. En Sudamérica, las semillas se convirtieron en veneno. Las fronteras dejaron de tener sentido. Al final, ambos bloques se destruyeron a sí mismos.
Pero desde mucho antes de estas guerras, una élite de múltiples orígenes —ni blanca, ni negra, ni roja ni amarilla— tejía con precisión milimétrica los hilos del poder. Vivían en ciudades subterráneas, flotantes o exoplanetarias. Su objetivo no era ganar la guerra, sino conservar el control.
A través de corporaciones, sistemas financieros paralelos y la manipulación de la información genética, eliminaron poco a poco lo que hacía humana a la humanidad. Ya no quedaban culturas, ni rebelión, ni amor. Solo código, vigilancia, y obediencia.
Cuando la guerra terminó, nadie supo decir si fue con una explosión o con un apagón. El mundo que conocimos… desapareció. Y sin embargo, entre ruinas humeantes, un niño encuentra un libro. En él, alguien escribió:
“La historia del hombre no es la de su sometimiento, sino la de sus constantes intentos de escapar.”
Ese niño, sin saberlo aún, es el germen de la Cuarta Guerra. Una guerra que no será por territorios, ni por ideologías. Será por la memoria. Será entre la especie humana…
…y quienes llevan milenios fingiendo ser parte de ella.
*El autor es escritor y novelista dominicano.
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