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“Póngase sereno y apunte bien: va a matar a un hombre”

Por Julio Disla

El 9 de octubre de 1967, en una escuela abandonada de La Higuera, Bolivia, el comandante Ernesto “Che” Guevara pronunció sus últimas palabras antes de ser asesinado por el ejército boliviano, bajo las órdenes de la CIA. Frente al soldado tembloroso que se disponía a disparar, el Che no pidió clemencia ni pronunció un discurso heroico: pronunció una advertencia profundamente humana.
“Póngase sereno y apunte bien: va a matar a un hombre.”

Esa frase, breve y desgarradora, resume el núcleo ético y revolucionario del Che. No apelaba al odio ni a la venganza; apelaba a la conciencia. Aún en el instante de su muerte, buscó que el ejecutor entendiera la magnitud del acto: no iba a eliminar a un enemigo, sino a un ser humano. En esa claridad moral se revela toda la grandeza del revolucionario.

El hombre nuevo frente al verdugo

El Che murió como vivió: con serenidad, con dignidad, con la coherencia de quien convirtió la vida en instrumento de transformación. Frente a la barbarie del sistema, representado por el miedo del soldado y la cobardía de sus jefes, el Che encarnaba el “hombre nuevo” que tanto predicó: aquel que no teme a la muerte porque ha comprendido el sentido de su existencia.

Morir por una causa justa no es derrota, es afirmación. El Che sabía que lo iban a matar, pero también sabía que su ejemplo trascendería los fusiles y las fronteras. “Podrán morir las personas, pero jamás sus ideas”, había dicho. Y en efecto, su cuerpo fue asesinado, pero su palabra siguió viva, multiplicándose en los pueblos de América Latina que aún luchan por su liberación.

El capitalismo mata cada día

Aquella frase, dicha con serenidad, también nos interpela hoy. En un mundo donde el capitalismo mata lentamente a millones —con hambre, guerras, exclusión y miseria—, las balas se han sofisticado: ya no siempre suenan, pero siguen atravesando cuerpos. Las estructuras económicas siguen matando hombres, mujeres y niños, todos los días, sin que los verdugos se den cuenta de que están matando a seres humanos.

El Che nos dejó el desafío de mirar al otro no como enemigo, sino como parte de nuestra propia humanidad. Nos advirtió que la violencia del opresor solo triunfa cuando deshumaniza. Por eso su frase final no fue un grito de odio, sino una lección moral: la revolución debe ser profundamente humana, o no será revolución.

Legado inmortal

Hoy, más de medio siglo después, su voz sigue resonando como un eco de dignidad. Recordar al Che no es un acto nostálgico, sino un compromiso ético. Cada vez que alguien se enfrenta a la injusticia, cada vez que un pueblo resiste la opresión, el Che vuelve a nacer.

Porque sus últimas palabras no fueron el cierre de una vida, sino la apertura de una conciencia colectiva.

Sereno y firme, el Che no murió aquel 9 de octubre.

Murieron sus verdugos.

El hombre que se negó a arrodillarse sigue caminando, multiplicado en los que aún creen que un mundo mejor no solo es posible, sino necesario.

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