

Por Leonardo Cabrera Diaz
La política marca y estigmatiza, frustra y enaltece, además, entusiasma y embulla, pero también desencanta, abstiene, y desanima.
La política sirve de puente y trampolín ideal para que algunos hombres encaminen sus pasos y enfoquen sus miradas hacia el solio y los asientos del poder
Un poder que con frecuencia y recurrencia los engulle, transforma y, los hace suyos, poniendo sobre sus hombros, señorío, control y dominio.
Un poder que por lo regular resulta embriagador y convincente que se nutre y alimenta de loas y lisonjas de gente que le aplaude y da vítores a manos llenas.
Un poder que también es denostado, abucheado, reducido y desalojado, cuando enloquece, envilece y se aleja de la prudencia y toda sensatez, al sentir que lo tiene todo para sí, obviando la dialéctica por creerse amo y señor.
Un poder que casi siempre encaja y va de las manos con la expresión que reza:
“La política y el poder: encanto y desconcierto”
“Predicando valores que nunca aplican y condenando pecados que también cometen “.
Con Dios siempre, a sus pies
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