Cumbre de las Américas: el ideal de la integración frente a la realidad del dominio estadounidense

Treinta años de promesas de cooperación que, en la práctica, han reafirmado la dependencia política y económica de América Latina
Por Doctor Ramón Ceballo
Ex-Vicepresidente del Parlamento Latinoamericano.
Desde que en 1994 se celebró en Miami la primera Cumbre de las Américas, bajo el auspicio de Estados Unidos, se instaló la idea de que el continente podría avanzar hacia una integración democrática y económica bajo principios comunes.
Treinta años después, las Cumbres se han convertido en un espacio donde el discurso de la cooperación encubre una relación profundamente asimétrica, en la que Washington dicta el ritmo, los temas y, en gran medida, los límites del debate.
La Cumbre de Miami marcó el inicio de un proyecto ambicioso, el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), con el que Estados Unidos buscaba extender su modelo económico neoliberal a todo el continente. La propuesta murió en la Cumbre de Mar del Plata (2005), cuando líderes como Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula da Silva denunciaron que el ALCA era una reedición del viejo tutelaje económico norteamericano.
Aquel rechazo fue más que simbólico: reveló la resistencia de América Latina frente a una integración que beneficiaba más a Washington que a los pueblos latinoamericanos. Desde entonces, las Cumbres abandonaron la retórica de la integración económica para concentrarse en temas sociales, migratorios y ambientales, sin lograr resultados sustanciales ni romper con la lógica de dependencia que sigue marcando las relaciones hemisféricas.
Algunas políticas derivadas de las Cumbres han tenido impacto visible, aunque limitado:
La Carta Democrática Interamericana (2001), surgida en la Cumbre de Quebec, fue un avance institucional para proteger el orden constitucional en la región. Sin embargo, su aplicación ha sido selectiva, utilizada en algunos casos como instrumento de presión política contra gobiernos que desafían los intereses estadounidenses, mientras se ignoran rupturas democráticas en países aliados.
Los compromisos contra la corrupción y a favor de la transparencia fortalecieron marcos normativos, pero carecieron de seguimiento real. La falta de voluntad política de las élites y el control estadounidense sobre los organismos financieros regionales impidieron que esas iniciativas trascendieran el plano retórico.
La Declaración de Los Ángeles sobre Migración y Protección (2022) intentó responder a las crisis migratorias del hemisferio, pero no abordó las causas estructurales, pobreza, violencia y desigualdad, que son producto, en buena medida, de las políticas económicas impuestas por el propio modelo hemisférico liderado por Washington.
Pese a que se presentan como encuentros de diálogo entre iguales, las Cumbres de las Américas nunca han sido espacios horizontales. Estados Unidos utiliza el foro para revalidar su liderazgo político en un continente que históricamente considera su “zona de influencia”.
Cada exclusión o veto —como los casos de Cuba, Venezuela y Nicaragua— refleja que las Cumbres no son un escenario de pluralidad, sino un instrumento de legitimación selectiva. Quien no se ajusta al molde político de Washington es marginado del diálogo, lo que contradice el espíritu de integración continental que se proclama.
América Latina, por su parte, ha asistido dividida, sin estrategia común ni articulación regional. La fragmentación política entre gobiernos progresistas y conservadores ha debilitado cualquier intento de construir una posición latinoamericana autónoma, dejando el terreno libre para que Estados Unidos mantenga el control del guion y del resultado.
Las Cumbres de las Américas han funcionado más como escenografía diplomática que como motor de transformación. Han producido documentos impecables en el lenguaje de la cooperación, pero sin mecanismos vinculantes, sin fondos suficientes y sin compromisos verificables.
En cada edición se repiten las promesas de desarrollo sostenible, equidad de género o protección ambiental, pero los problemas estructurales del continente, desigualdad, pobreza, violencia institucional y migración masiva, permanecen sin solución.
El contraste entre discurso y realidad es evidente, las Cumbres han servido más para consolidar el liderazgo de Estados Unidos que para empoderar a América Latina.
Treinta años después, las Cumbres de las Américas son un espejo del continente: diverso, fragmentado y políticamente dependiente. Han tenido el mérito de mantener un espacio de diálogo, pero no han cambiado la naturaleza del vínculo entre el Norte y el Sur.
Mientras las decisiones sigan condicionadas por los intereses de Washington y las economías latinoamericanas continúen subordinadas a los designios de las potencias, la integración continental seguirá siendo una ilusión diplomática.
Las Cumbres de las Américas evidencian que la cooperación no siempre implica equidad. Estados Unidos ha convertido este foro en una herramienta de control blando, revestida de diplomacia y buenas intenciones.
América Latina necesita dejar de ser invitada a una mesa donde no se deciden sus propios destinos.
La verdadera integración no nacerá de una cumbre convocada desde el Norte, sino de una decisión política colectiva desde el Sur, una América Latina que hable con su propia voz, sin tutelas ni permisos.
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