
Aunque hoy nos creemos ciudadanos libres, la historia de la servidumbre en Europa revela una evolución mucho más sutil y compleja que una simple abolición, a diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos con una enmienda y fecha de celebración. La esclavitud y la servidumbre no desaparecieron con un decreto solemne que proclamara «¡Europeos, a partir de hoy sois libres!», sino que se transformaron, se disfrazaron de progreso y se desdibujaron en el lenguaje, ocultas tras nuevas palabras y nuevos «señores». Esta transformación llevó al esclavo a llamarse siervo, al siervo súbdito, y al súbdito, finalmente, ciudadano, manteniendo en la realidad una serie de ataduras y obligaciones que superan incluso las de un siervo medieval.
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El «nuevo ciudadano» vive hoy atado a su lugar de nacimiento no por grilletes, sino por un número de identidad y un pasaporte. Sigue sin poder marcharse de su lugar de origen sin pedir permiso para entrar y salir, obligado a pagar por trabajar, a pagar tributos fijos sin capacidad de negociación. Necesita permiso para ejercer un oficio, para construir una casa, y debe declarar sus herencias, bodas, animales, ingresos, direcciones e incluso sus intenciones. Cuando este ciudadano pregunta por su voz en las decisiones, se le responde que «ya tiene a quien le representa», y su propiedad privada sigue condicionada al interés superior del señor, ahora llamado Estado. Este «señor» es inmortal, no envejece, no abdica, no muere, no se toca, no se vota, no se dispara, y lo más perverso de todo es que ya no necesita vigilar, pues «vive en nuestra mente y coloniza nuestra voluntad». Hoy, «todos somos siervos del Estado», y «todos somos del Estado».
Paradójicamente, la esclavitud, vista hoy como una aberración del pasado, fue en su origen uno de los mayores avances sociales de la humanidad, un punto de inflexión en el camino hacia la civilización. Surgió no del mal, sino de la necesidad, transformando la lógica de la guerra: alguien valoró más la vida de un extraño que la muerte de un enemigo, convirtiendo al vencido en un «recurso útil». Roma organizó legalmente la esclavitud, convirtiéndola en una institución central para su funcionamiento económico, sostenida por un sistema legal detallado y una política expansiva de conquista. Sin embargo, la rígida estructura estatal romana fue incapaz de reconocer la transformación interna de la condición del esclavo que ocurría en el seno de la familia.
Con la caída de Roma y el colapso de su aparato burocrático centralizado, el poder se descentralizó y fragmentó. La esclavitud no fue abolida, sino que evolucionó silenciosamente hacia la servidumbre. Los antiguos esclavos se convirtieron en siervos, y muchos pequeños propietarios libres, arruinados por guerras e impuestos, incluso optaron por jurar servidumbre a un señor feudal en busca de protección y sustento, normalizando esta práctica durante siglos. El siervo, a diferencia del esclavo que era propiedad legal, estaba vinculado por nacimiento a la tierra del señor, sin poder abandonarla, ni trabajar en otro lugar sin permiso. En aquella época, la libertad no se concebía como un derecho universal, sino como un privilegio que implicaba no tener representantes y participar directamente, mientras que ser representado era compatible con la esclavitud o la servidumbre.
La emergencia de comerciantes, banqueros y artesanos a partir del siglo XI, con el renacer de las ciudades y el comercio, comenzó a alterar este orden. Estos hombres, al generar riqueza a través del intercambio voluntario y acumular oro, demostraron una capacidad de acción que podía superar a la de un señor feudal empobrecido. Ante esta nueva realidad, los reyes, necesitados de impuestos y ejércitos, idearon una estrategia brillante: ofrecer «estatus» —títulos, proximidad a la corona, privilegios— a estos burgueses a cambio de oro y contribuciones. El resultado fue una nueva categoría que englobaba a todos: el «súbdito». Ni esclavo, ni siervo, ni noble, ni libre, ni rey, el súbdito era una figura «sin cara ni voz», con deber y obediencia por igual, igualado por abajo, no por dignidad ni libertad.
Este nuevo orden fue orquestado con precisión en toda Europa. El punto culminante de esta transformación silenciosa fue el 24 de octubre de 1648, con la firma de la Paz de Westfalia. En este tratado, más de 120 entidades políticas se reunieron para sellar un nuevo orden mundial, resolviendo disputas territoriales y redibujando el mapa de Europa para que «ya no quedara tierra sin dueño». Cada Estado se convirtió en dueño y señor de su territorio, y cada súbdito quedó «atrapado dentro de ellas, atado a esa tierra que le contenía por el hecho de haber nacido en ella». Westfalia consagró el fin del orden feudal descentralizado y dio paso a la consolidación de los grandes monopolios del poder absoluto: la violencia, la ley y los impuestos, dando origen al Estado Nación Moderno.
Con el nacimiento de este nuevo principio de legitimidad, todos los habitantes de Europa pasaron automáticamente a ser súbditos de esta nueva idea de Estado. La diversidad de estatus y grados de libertad que existía previamente se borró de un plumazo. El siervo dejó de pertenecer a un señor para pertenecer al Estado, y el hombre libre también dejó de ser libre, ahora todos pertenecían al Estado, convirtiéndose en súbditos igualmente sometidos, registrados con un número de identificación y obligados a obedecer. La servidumbre no se abolió, sino que se estandarizó, y «la servidumbre al Estado se convirtió en la nueva igualdad». Este pacto entre élites no fue un salto hacia la libertad, sino el fin de la posibilidad de resistir a través de otra autoridad o de escapar a otro señor. La servidumbre no desapareció, se extendió tanto que se volvió la norma, cambiando el sujeto al que se sirve por un concepto abstracto: el Estado. La Revolución Francesa, aunque prometió libertad, igualdad y fraternidad, en realidad cambió el rostro del poder, reforzando un Estado «inmortal» que ahora «no lleva corona» pero ejerce el mismo poder. Las generaciones posteriores lo asimilaron como algo natural e inevitable, convirtiéndolo en un destino.
Hoy, el «nuevo señor no tiene rostro», lo que lo hace más difícil de señalar y más fácil de obedecer, diluyendo la esclavitud y la servidumbre hasta que «nadie se atrevió a llamarlas por su nombre». Buscar la libertad, por lo tanto, no es huir del Estado, sino dejar de creer en él, porque «el Estado no vive en los palacios… vive en nuestras cabezas». La verdadera libertad implica empezar a hacer el Estado más pequeño, recuperando el espacio para que las personas libres y responsables vuelvan a cooperar y crear sociedad sin tutela.